Luis Mateo Díez, una mesa de café y el arte de soñar murallas

Ramón Loureiro Calvo
Ramón Loureiro CAFÉ SOLO

FERROL

C. D.

06 may 2024 . Actualizado a las 17:42 h.

Hace ahora exactamente veinte años —¡pues sí, cómo pasa el tiempo, y tanto que pasa, conviene no olvidarlo...!—, cuando Luis Mateo Díez acababa de publicar esa estremecedora fábula de la sombra, de la posguerra y de la desesperanza que es Fantasmas del invierno, decía en Ferrol (bueno, para ser exactos, lo decía mientras venía camino de Ferrol, donde daría una conferencia horas más tarde) que Gonzalo Torrente Ballester es uno de los más grandes autores del siglo XX —uno de los autores «fundamentales»—, y recalcaba la trascendencia del escritor ferrolano. De hecho, dijo que Torrente es una «referencia inexcusable» tanto por su «ejemplaridad como creador» como «por su enriquecedora mirada»: por su «consistencia», por la importancia que da a la tradición como punto de partida y por cómo «reflexiona» a la vez que va narrando.

Aquel día, un día de intensa lluvia en el que el avión que traía a Luis Mateo Díez desde Madrid había llegado a Galicia con retraso, y en el que el estado de la carretera obligaba a conducir con una especial prudencia, el creador del Reino de Celama hablaba, a través del teléfono, de la importancia de que las novelas tengan «personajes vivos», porque lo sustancial en toda narración —sostiene— son los «seres que la pueblan»; y lamentaba que en este tiempo que nos ha tocado vivir se renuncie tan fácilmente a lo «imaginario». Pero inmediatamente subrayaba, además, que al menos el Quijote sobrevive a todo. E incluso anotaba que la obra de Cervantes se lee hoy «más de lo que parece».

Me permito recordar esto hoy, en esta carta que cada semana —con un café al lado, ahora ya descafeinado casi siempre— les escribo a todos ustedes, cuando Luis Mateo Díez acaba de recibir el Premio Cervantes. Un Premio Cervantes que también recibió, en su día, Gonzalo Torrente Ballester. Un acontecimiento que, al igual que sucedió cuando fue don Gonzalo el premiado, ha causado una inmensa alegría (ojo: no quiero decir con esto que la alegría no sea exactamente la misma en otros casos, pero yo hablo de lo que me toca más de cerca) en todos cuantos somos tan aficionados a la literatura como ustedes y yo hemos sido siempre.

(Ahora, llegados a este punto, sin más dilaciones, conviene introducir en el artículo una de esas anécdotas que no siempre vienen al caso, pero que en esta ocasión creo que sí, porque además nos ayudan a seguir avanzando como si se encendiese una luz nueva. Es decir, como si estuviésemos caminando entre los prados, por Río de Sáa, y viésemos, por ejemplo, que sobre el agua ya empieza a mover sus alas, a punto de echar a volar, el primer caballito del diablo de esta primavera, minúsculo y prodigioso ser cuyo irrepetible color azul nos permite regresar a nuestra infancia. Y sí, sí, ya voy con esa anécdota, porque otra vez más queda claro que a uno le salen constantemente ramas...).

La anécdota que quería contarles es que esta mesa desde la que hoy les escribo —que está frente a donde estuvo la antigua muralla de la ciudad; una muralla que ahora hay que soñarla— ha visto tomar café no solo a don Gonzalo (aquí fue donde me dijo, sonriendo, que no se acordaba de lo que había en el misterioso codicilo que no se llega a abrir en Los gozos y las sombras: el que doña Mariana Sarmiento había entregado al notario para seguir estando más que presente, desde la otra vida, en el destino de Carlos Deza), sino también a Cela, a Casares, a César Antonio Molina, a Saramago, a Julia Uceda, a Alberti y, según me acaban de confirmar, al propio Luis Mateo Díez. Quien no pasaría por aquí, claro, y qué se le va a hacer, es Cervantes. Pero a él también lo soñamos.